El fútbol me ayuda a vivir. Bueno, me ayuda a vivir mejor. O, por lo menos, más. En fin, el fútbol es fiel amigo de mis emociones. Si fuese necesario explicarle a alguien que nunca ha vibrado con un partido de fútbol por qué esta disciplina deportiva es capaz de llevarnos hasta la más lejana de las estrellas o transportarnos a los alrededores de los dominios del Can Cerbero, yo mismo debería confesar que soy incapaz. Pero sucede.
El miércoles por la noche me acerqué a los cálidos territorios de la peña de mis afectos para cumplir una doble misión: servir bebidas a mis compañeros de escudo y contemplar, con cierta distancia, por si las moscas, las andanzas del Real Zaragoza. La primera misión fue tan grata como suele, si bien diré que la cerveza manaba esta vez de manera pausada, incluso melancólica, hasta los gaznates de los muchachos; la segunda me sirvió para comprobar que la suerte va y viene, pero siempre a acompañada del esfuerzo, el jadeo atenazado y el sudor compartido.
El Real Zaragoza peleó cada balón, luchó cada jugada, combatió con tesón y se partió el cobre en cada lance, porque alguien ha debido convencerles de la necesidad de dejarse la piel a tiras en cada brizna de césped si queremos ser algo. Luego, por supuesto, está la calidad, pero lo cierto es que daba gloria ver a los once jugadores trabajar como negros (ahora que está tan de moda hacer demagogia con esto del racismo de la afición zaragocista) para lucir en el futuro como blancos (y eso, por cierto, que se utilizó, al fin, el uniforme avispa y nos dejamos de rebuscadas decisiones cromáticas).
Todos hicieron su trabajo y eso es muy importante. Soy de los que piensan que en la vida si todos cumpliésemos con nuestra obligación, si todos hiciésemos muy bien nuestro trabajo, las cosas nos irían mucho mejor, y a eso se aplicó el Real Zaragoza el miércoles.
Se ganó. Y se ganó después de sufrir, después de trabajar duro, de ser disciplinados tácticamente, de cumplir a rajatabla el papel de equipo grande que tiene muy claro qué partidos hay que ganar casi como sea (este, el del Valladolid, contra el Getafe, contra el Betis...) y en qué partidos hay que lucirse con motivación extra para que nuestros yelmos brillen al sol del triunfo (Valencia, Real Madrid, Atlético, Barça, Sevilla).
El partido acabó, pero esto no ha hecho más que empezar. Dejemos tranquilos a las estrellas, bajémosles al suelo, mostrémosles cada partido el sendero del dolor para que, una vez recorrido, sus nombres reposen en el friso del éxito, aquel que limpiamos después de cada partido con la sangre que adorne nuestra armaduras.
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