Han transcurrido tres horas. Aseguro que lo que estoy escribiendo lo hago sin haber leído ninguna crónica, escuchado ningún relato radiofónico ni visto los goles de la jornada. No sé cómo ha finalizado el resto de los partidos ni, mucho menos, conozco la valoración de Víctor Fernández ni las opiniones de ningún jugador zaragocista. Sé que puede parecer extraño e increíble, pero es así. Por todo ello, me siento legitimado para expresarme en los términos que lo voy a hacer, libre como estoy de contaminación mediática, informativa y hasta emocional.
El partido que han disputado el Betis y el Real Zaragoza ha sido feo. La primera parte nos ha traído a los zaragocistas la buena noticia del gol de D'Alessandro y la grata sensación de un equipo aragonés trabajador, mediocre en su propuesta pero eficaz en su esfuerzo. Se veían ayudas, presión, ganas de cumplir con lo que parecía un mandamiento divino hecho verbo hace unos días por un Ayala comprometido e incluso sabihondo. La frase de la semana, "su" frase, se había instalado en el subconsciente del zaragocismo y daba la sensación de que todos firmábamos un choque abyecto, rencoroso con el pasado y dispuesto a la rapiña, legítima, de los tres puntos sin más. Ni menos. Y para lograrlo todos los jugadores se aplicaban a la faena.
César resolvía lo poco que le llegaba; Ayala y Chus Herrero barrían la zona de hojarasca molesta con seriedad y oficio, Paredes marcaba su territorio con fortaleza y rasmia y Diogo, ¡ay, Diogo!, parecía abrir con timidez pero cierta resolución el cajón en el que guardaba alguna de aquellas virtudes que la temporada pasada nos hicieron pensar que era, junto a Alves, el mejor "2" de la Liga. Con timidez, porque en seguida hemos descubierto que todo era el reflejo de un sueño. Breve y mal dormido.
En el centro del campo Luccin se mostraba imperial y multiplicador y Zapater volvía a su patio de recreo particular, ese en el que ha dibujado sus tardes y noches más lúcidas y lucidas. Esta, en mi opinión, estaba siendo la mejor de las noticias: nuestro centro del campo no era brillante ni exponía las mejores ideas, pues eso queda para cuando vuelva el añorado y evocado Matuzalem.
La sorpresa de la tarde había sido la inclusión de D'Alessandro en lugar de Oliveira. En todo caso se había pensado en Aimar, pues los periodistas ya habían informado de ese movimiento táctico en el partidillo del jueves. Pues bien, D'Alessandro. Participativo, presente, lujurioso con el balón, como siempre. Y también lento en el pase, dubitativo en el regate, aturullado en la finta. Eso sí, su rosca despertó del letargo a un dormido Ricardo que no vio el proyectil del argentino y ahí se nos abrió el cielo. Oscar y Sergio no brillaban como semanas atrás, pero su prestancia y estancia en el césped auguraban alguna magia de esas que se esconden pero cuando menos lo esperas nacen y se ofrecen. Y Diegol. Luchador, solitario, peleador, solitario, guerrero, solitario. Diegol, como un almogávar sin embarcación pero con el pecho adelantado para recibir el primer flechazo, el primer golpe de espada, el primer rayo de Ares, la encarnación del tumulto en la batalla. Y ahí acabó su pugna: en la nada.
Este no era un mal dibujo si lo que queríamos era recoger la mies de los tres puntos y a casa. Esta no era una mala propuesta si hubiéramos sido capaces de acabar la pelea, antes que Héctor hubiera abierto la puerta de la ciudad y hubiera acabado arrastrando el cadáver del guerrero más bello que el cielo imaginara. Este era el mejor de los designios para afrontar un miércoles de miel y Copa, el primer mojón en la Vía Apia del triunfo, que eso es la Copa del Rey para el Real Zaragoza. Pero murió antes de nacer.
Los brazos se nos cayeron. Supimos, entonces, que no sabemos hacer las cosas bien, que nos mostramos como un caimán desorientado ante la primera avenida del río y las pirañas enemigas acaban siempre por mordisquear, gozosas, nuestra carne blanda y jugosa. La segunda parte fue un no estar. El equipo se hundió y la esperanza desapareció de nuestros corazones. La mala gana de los jugadores, la herida sangrante que supuso la lesión de Ayala, un auténtico muro hasta ese momento, la decisión equivocada en el cambio de Aimar por Sergio García y la deriva a la que nos apuntamos a poco que nos aprieta el enemigo hicieron todo lo demás. Al final, decepción, enfado, agonía prolongada hasta el día del Getafe. Sólo pido una cosa: que alguien me lo explique. Prometo entenderlo.
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