(por Juan Antonio Pérez-Bello)
Diego Milito, bravo y encolerizado gaucho pampeño, recibió el balón de Sergio García, el dúctil ballestero que todo cruzado querría tener entre sus huestes. Porfió en la banda derecha y lanzó un centro medido que sobrepasó al infortunado central españolista para encontrar a Oliveira. Sanguinario, despiadado, voraz, encauzó el balón con la violencia del depredador hambriento y Kameni no pudo hacer otra cosa que volar para desviar el disparo con la timidez propia del vencido para acabar alojando el cuero en las mallas. La Romareda y todo el zaragocismo en la diáspora, ese que se agrupa en más de cien peñas por toda la geografía aragonesa y parte de la española, aglutinó la rabia comprimida y salpicó las paredes de los locales en los que se reúnen cada vez que el león decide mostrar sus credenciales.
Este fue el final de un partido que mostró cientos de caras. Si durante algunos minutos la escuadra aragonesa se encontró más cerca del Hades que de las praderas de Manitú, algo ocurrió en medio de semejante dislate para que el resultado final fuese ese empate que sabe a victoria. ¿Alguien me explica en qué consiste esto del fútbol? Prometo entenderlo, que para eso hice la EGB y el BUP.
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