Hay momentos anchos como el mar y mares estrechos como el tiempo, pero cualquier minuto puede ser mágico si uno descubre que quien aprecias se acuerda de ti.
Antón Castro tiene la piel surcada por las olas de una Galicia de alma verde a la que nunca abandonó pero que le sirvió para aprender a amar Aragón, sobre todo el Aragón rojo y tambor. Hoy, abro la ventana de su blog (de uno de sus blogs) y encuentro un desmesurado catálogo de frases cálidas y canallas dedicadas a quien esto escribe y que uno acoge, no puede ser de otro modo, con la sonrisa quieta y el recuerdo complacido.
Conocí a Antón hace más de diez años, con motivo de un encuentro cultural en Alcorisa. Desde entonces, cada vez es más fácil añorar su palabra y evocar su presencia. Siempre ha sido amable con los estudiantes, cuidadoso con los curiosos y atento con los espacios para el encuentro. El encuentro, siempre lo mismo: la posibilidad de estar, hablar, preguntar, apreciar y aprender de lo que el otro se dispone (siempre) a ofrecer.
La última vez que compartimos mesa y palabras completaban el grupo Miguel Ángel Lamata, Antonio Martínez - siempre cercano, siempre ahora, siempre amigo -, Joaquín Macipe y otros compañeros de esfuerzo común. Hablamos de cine y de literatura, reimos, escuchamos y soñamos. Y la despedida. La cálida noche de enero nos amparaba mientras caminábamos hacia el coche que les había de llevar de regreso a Zaragoza y aún soy capaz de recordar la voz de Antón recitándome con tono divertido, como lo haría un niño que sueña despierto, la alineación de uno de los primeros equipos que lucieron la camiseta blanca y el calzón azul del Real Zaragoza (aquel club nacido para unir a toda una ciudad): Lerín, Chomín, Epelde, Municha, Ortúzar, Lucio…Y yo le dije lo que le digo siempre: “Antón, creo que te burlas, que nos engañas, pero nos gusta tanto escuchar esos nombres dichos de carrerilla”. Y volvimos a reirnos.
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