miércoles, 4 de julio de 2007

Al lado de esas traviesas (Real Zaragoza, 6 - Real Madrid, 1. 30 de Abril de 1975)

Este relato pretende abrazar los recuerdos que aún me acompañan de uno de los momentos zaragocistas más intensos que he vivido: el 6-1 con que el Real Zaragoza venció al Real Madrid aquel 30 de Abril de 1975. Si el cielo se hubiese roto como amenazaba, y podemos consultar las hemerotecas para rememorar aquel extraño fenómeno atmosférico que cubrió el cielo zaragozano al atardecer, no habría logrado asombrarnos más que el espectáculo con que los jugadores zaragocistas nos estaban obsequiando.

Pan y circo, es verdad, con partido de fútbol en la tele en vísperas de un 1º de Mayo conflictivo, pero un pan untado con la ilusión de la victoria y un circo donde los gladiadores iban vestidos de azul y blanco y sus apellidos eran Castany, Rubial, Planas, Arrúa, Diarte, Nieves, Rico, Blanco, Violeta...


Crecí al lado de esas traviesas. Componían la espina dorsal, que maldita la manera en que separaba el barrio en dos mantos blanco y negro, por no decir “tú de aquí, yo de allá”. Era “la vía”, a partir de la cual nacía y moría cada una de las dos formas de sentir la vida. La zona oeste se hallaba acostada en las marginales laderas de La Camisera, que era como un submundo donde pasaban cosas y vivían vidas con tormenta. Rara vez (nunca) me aventuré por sus calles, ni yo ni los chavales de mi cuadrilla, por lo que de peligro suponía hacerlo. Los personajes más pendencieros del barrio surgían cada noche de sus parcelas y los apellidos más ilustres del hampa local dormitaban tras las cortinas que, a modo de poderosos muros, protegían cada casa. Eran baratos mantos de tela rígida que presentaban sus respetos al paseante embozados en gruesas y veteranas manchas que nadie se preocupaba en hacer desaparecer. Alguno de esos príncipes de la tropelía acostumbraba a merodear las salidas de los colegios, como un precoz traficante de palabras prohibidas, y aprovechaba los momentos de soledad de algunos grupos de pequeños escolares que se quedaban rezagados para robarles los objetos más apreciados del momento: chivas (canicas), estampas (cromos), tacos de goma o tabas. Lo hacían con violencia en minúscula, pero violencia al fin, y no era extraño que los mocos que se secaban en las comisuras de sus labios quedasen como rastro en la mejilla del atracado, que bien poco podía hacer si no era añadir su nombre a la lista de víctimas.

Conversábamos de todo, hasta de la nada, hasta de lo que no conocíamos ni habíamos siquiera soñado; hablábamos bajo el cielo rojo del verano, bajo las puntas de las estrellas de las noches cortas, bajo el aliento de los que nos criaban y nos mandaban a las calles, a patear sonidos, lamentos, jadeos y miradas diagonales, de esas que traspasan aunque no entiendas nada. Como cuando cayó en medio de la calle un condón usado por el deseo rasposo de los dos reclutas que alquilaron el tercero B y hacían el amor con aquellas dos chavalas que estudiaban en la Universidad pero se reían como dos rayos blancos de atardecer. Pero no es eso de lo que quería hablar, sino de lo que sucedió aquella tarde del mes de abril..

Habíamos quedado citados en la esquina de la calle del pino para emprender el largo camino que nos llevaba cada quince días al campo de fútbol del equipo de la ciudad. Era un recorrido delgado, esbelto a veces, que completábamos con ritmo de cobre en formación desordenada, pero que servía para conocernos más y decorar nuestras espinillas con las piedras que saltaban a nuestro paso. Sólo faltaba Rubén, el más alto de todos, para emprender la marcha cuando aquel hombre que permanecía de pie, a unos cuantos metros de nosotros, desde hacía algunos minutos, se acercó hasta nosotros y nos preguntó si pensábamos ir al fútbol:.

- Sí.

- Pues hoy llorará el cielo. Y serán lágrimas marrones.

Yo no sé si los demás le entendieron. Yo sé que me estremecí, que era un tipo esquinado y lateral que miraba con tierra en los ojos y no me gustó nada. Y me asusté, aunque eso no es importante, porque yo era un chaval temblón y fácil para el chascarrillo de los compañeros de juegos, aunque me querían. Claro, que eso lo supe años después, como tantas otras cosas.

El hombre alto, enhiesto casi, que así escriben y sueñan los poetas, tiró una amarillenta colilla al suelo, dio media vuelta y se fue. Nosotros vimos con alivio que llegaba Rubén y también emprendimos nuestra habitual y ritual caminata, rumbo al templo de la furia colectiva. Esa tarde hablamos poco, si bien las roncas voces de Paco y Luis, los mayores que ya empezaban a cambiar la voz, servían para marcar nuestro territorio y decir con fuerza que aquel tipo no tenía media hostia y que la próxima que me lo encuentre igual le parto la cara, ¿o qué? Esa era la filosofía de Paco, qué se le va a hacer, y el tiempo marcaría su destino como no podía ser de otra forma, llevándole a la cama de una mujer que le daría cinco hijos y al taller de un explotador que le quitaría cinco vidas.

El estadio estaba lleno, lo recuerdo bien. Era un partido con doble página. Es verdad que un Zaragoza Madrid siempre ayuda a calentar el aire, pero aquel servía, además, para enfriar el latido de un 1 de Mayo que recorrería las calles de un país gobernado por un mediocre hombrecillo que decía vivir para Dios y la Historia, así, con mayúsculas. Por eso, las televisiones mostraban lo mejor del equipo del régimen y la audacia de un puñado de jóvenes que lamían la nuca del poderoso. Aquella Liga sería la del 6 a 1 a la opulencia.

Y todo pasó tal y como anunció el hombre dolmen, el alto, el enhiesto. Aquella tarde de primavera, cuando veintidós hombres luchaban por el honor de la tribu, cuando toda una ciudad abría la boca para absorber la gallardía de sus gladiadores, el cielo se cubrió de un manto vivo y ancho. Sus colores eran tan rojos como la pasión de un joven que explota su amor en el primer encuentro, como la saliva caliente de un beso largo y deseado. Así se extendió aquella propuesta de colores que, durante unos minutos, estiró la mirada de los espectadores, en un movimiento vertical de sus cabezas más parecido al asombro que al miedo, como si todos deseásemos que aquello que contemplábamos significase el fin de nada y el comienzo de todo. Fueron unos minutos, pero temblamos como niños y hasta los futbolistas detuvieron su vigor, como si quisieran mostrar que ellos, auténticos dioses en la tierra, reconociesen el poder que no puede estar en otro sitio que no sea el Cielo.

Al día siguiente, los periódicos hablaban de globos sonda, de fenómeno inexplicable, de amenazas deseadas y temidas al mismo tiempo. Hay quien se atrevió a mencionar esas naves circulares que cuadran a veces el espacio. Eso quedará, como quedó la premonición del hombre vertical, el que se acercó a un grupo de niños y les dijo que esa tarde iba a llover marrón. Se equivocó en el color, pero supo que la tierra acogería el llanto del pasado para dibujar días más luminosos. Como este que respiramos hoy.

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