domingo, 26 de agosto de 2007

Pereza de jugar, pereza de verte

(por Juan Antonio Pérez-Bello)
Un partido de fútbol es un encuentro entre fervores y anhelos. Cuesta imaginarse otra cosa, aun sabiendo que, a veces, los actores prometen más de lo que pueden dar. Eso pudo ocurrir ayer, en el novísimo estadio murciano (¡qué envidia, glups!), escenario en el que once aguerridos soldados se dispusieron a enfrentarse a una de las escuadras más pulidas y guapas del campeonato. Para despistados: los bravos combatientes iban de rojo, y atendían por Real Murcia; los esmerados rivales llevaban el escudo del león en el pecho.

Desde algunas semanas sigo al Real Zaragoza y en todos y cada uno de los encuentros que he visto (que han sido todos) he observado la misma expresión en sus caras, el mismo gesto en sus rostros. Veo a unos jugadores lentos, parsimoniosos, esquivos a la velocidad y el ingenio, enfadados con la alegría y regañones con el choque. Me preocupa la torpeza de Zapater, la falta de recursos de Sergio Fernández, la intermitencia de Matuzalem, la ausencia de Juanfran (salvo el día del Cádiz), la falta de osadía de Diogo y la mediocridad de Ayala. Me gusta, sin embargo, el interés de Aimar, la frescura de Generelo, la elegancia de Oliveira, el descaro de Sergio García y los apuntes de Gabi.

Tratando de ser equilibrados, hablemos del partido de ayer. El Real Zaragoza tiene una clase que muy pocos equipos poseen hoy en nuestra Liga. Nos ofrece gotas de pura ambrosía y promete placeres desconocidos. El gol de Oliveira fue, valga el ejemplo, pura delicatessen. Pero (siempre hay un pero) sólo con eso no se ganan los partidos. Lo digo porque enfrente vamos a encontrarnos grupos de futbolistas bien organizados, bravos y con ganas de hacer daño al grande. Y el Real Zaragoza es un grande. El Murcia presionó, luchó, combinó y sudó y eso provocó que nuestro equipo no supiera contestar con salida del balón, con control y con superioridad. Pareció, en algun momento, hasta que nos enfadábamos porque los rmurcianos no quisieran jugar a lo mismo que nosotros: al toque, al triángulo, al preciosismo, al fútbol de nácar que tanto nos gusta. Y cuando descubrimos que esto es un juego de sacrificio y pelea, nos enfadamos y le damos una patada a ese tipo que pugna con fiereza y nos quita la pelota. Y le golpeamos el tobillo. Y roja. Y a casa.

El rombo. Hummm, el rombo. Qué mala espina me está dando. Somos tan vulnerables, llegan tantos contrarios de golpe, nos pillan tan desprevenidos, nos cogen tantas espaldas...Zapater no está. Yo lo veo triste, sobrepasado, y este sistema sin un sustento como el que nos ha ofrecido estos años el zagal de las Cinco Villas es una invitación a que nos tomen por el pito del sereno. Y Gabi, en esa banda en la que no ha jugado en la vida. Y Matuzalem, con pocas ganas de coger la pelota para mandar, organizar, ordenar y atemorizar. El rombo requiere mucha presencia, muchos ajustes, tantos apoyos que no estamos dando que ahora mismo, sin pecar de experto de barra de bar, me parece un sistema que invita al contrario al descaro y la avalancha.

Ayer perdió el Real Zaragoza. Es sólo el primer peldaño de una escalera larga, empinada y con peldaños muy justitos. A mí me apetece sugerir que el centro del campo necesita fortaleza, porque a Matuzalem le da miedo coger el balón sabiendo que a sus espaldas se encuentra el vacío. ¿No te parece?.

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