El primer partido que jugó José María Movilla con la camiseta del Real Zaragoza fue contra el Deportivo Alavés, en aquella semifinal que nos abriría las puertas del cielo. Vino a Zaragoza junto a Dani, en lo que supuso una bocanada de entusiasmo y un grito de esforzada y vehemente lujuria futbolística.
Veníamos de sufrir la atonía que suponía un equipo esquinado y oculto a la alegría, después de sufrir varias semanas la triste mirada de aquel gladiador seco y silencioso que fue Paco Flores, y las primeras galopadas del madrileño levantaron las telarañas de la franja central de La Romareda. No olvidaré aquellos golpes de pecho enérgicos y reivindicatvos que se daba con los que pretendía exigir el pase, reclamar el mando y despreciar la ausencia de orgullo. Era como si el Capitán Trueno, acolchadas sus espaldas por Goliat y Crispín, hubiera decidido abandonar lós fríos fiordos de Thule para expulsar del Valle del Ebro a los sarracenos, convertidos ahora en apáticos soldados huidizos y blandos como el barro del río. Vivió momentos inolvidables, como la Final de Copa de 2004, en el que es uno de sus partidos para recordar; mantuvo la estela del compromiso, el valor y la raza y si bien no era últimamente el centrocampista que el equipo necesitaba, puede sentirse orgulloso de ser zaragocista y que su gente, nuestra gente, le haya guardado un rincón en su memoria.
Jugó 98 partidos de Liga y 9 de Copa de la UEFA, a los que hay que añadir los de Copa, y en todos y cada uno de ellos fue lo que quiso ser. Eso le honra y le hace grande, como jugador y como persona.
Veníamos de sufrir la atonía que suponía un equipo esquinado y oculto a la alegría, después de sufrir varias semanas la triste mirada de aquel gladiador seco y silencioso que fue Paco Flores, y las primeras galopadas del madrileño levantaron las telarañas de la franja central de La Romareda. No olvidaré aquellos golpes de pecho enérgicos y reivindicatvos que se daba con los que pretendía exigir el pase, reclamar el mando y despreciar la ausencia de orgullo. Era como si el Capitán Trueno, acolchadas sus espaldas por Goliat y Crispín, hubiera decidido abandonar lós fríos fiordos de Thule para expulsar del Valle del Ebro a los sarracenos, convertidos ahora en apáticos soldados huidizos y blandos como el barro del río. Vivió momentos inolvidables, como la Final de Copa de 2004, en el que es uno de sus partidos para recordar; mantuvo la estela del compromiso, el valor y la raza y si bien no era últimamente el centrocampista que el equipo necesitaba, puede sentirse orgulloso de ser zaragocista y que su gente, nuestra gente, le haya guardado un rincón en su memoria.
Jugó 98 partidos de Liga y 9 de Copa de la UEFA, a los que hay que añadir los de Copa, y en todos y cada uno de ellos fue lo que quiso ser. Eso le honra y le hace grande, como jugador y como persona.
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