..(Este artículo lo escribí y fue publicado en Diario EQUIPO el pasado 26 de Febrero)
Nino Arrúa era bajo, moreno y audaz. Su nariz, capricho de dioses guaranís, se adelantaba al viento y golpeaba la red del contrario con la voracidad propia del hambre del que huyó. Su júbilo lo mostraba con sus dos brazos abiertos y los puños cerrados, como si su triunfo fuese a atrapar la gloria en sus dos manos pequeñas, y emprendía siempre una carrera que le alejaba de los amigos que le perseguían para abrazarle. Nunca lo conseguían.
Aquella mañana de domingo cruzó, señorial, el umbral del Campo de La Camisera. Hacía frío, el cielo era gris y su abrigo loden de paño marrón cubría su cuerpo, ya he dicho que moreno. Su pelo era negro y seco y brillaba casi tanto como los ojos de los niños que nos acurrucamos bajo su estampa. Firmó autógrafos, habló con todos y siguió con una mirada fija y recta las jugadas de los futbolistas del Oliver. No perdió detalle. Aquel día volví a casa y le dije a mi padre que había estado con Arrúa y le enseñé la mano que me estrechó y le mostré la firma con su nombre. Y quise ser el diez, como años antes soñé con el diez de Villa, el Magnífico. El diez, siempre el diez.
Hoy, casi cuarenta años después, Arrúa sigue siendo una imagen presente pero la Historia parece que nos quiere dejar de lado. Hoy son otros los protagonistas, otros los guerreros que palpitan sobre el escudo del león y a ellos les quiero hablar.
Le quiero hablar a Zapater, nuestro Alberto. Él es futbolista porque el cielo que cobija su corazón se lo ordenó. Es un muchacho crudo, extraído de los muchos surcos que se adormecen en las llanuras de las Cinco Villas, cuyas piernas poderosas y curvas como un meandro lánguido pronto despertaron el interés de otro aragonés que buscaba un heredero a su propia historia. Víctor Muñoz fue quien señaló al juvenil y le encomendó la misión de ser estandarte fornido, luchador inagotado, campeón en justas despiadadas.
Quiero hablarle porque sé que su fervoroso zaragocismo le lleva a mal dormir y a sentir el galope del fracaso como si fuera sólo suyo. Alberto, que cuando recibió el rayo olímpico del mister le miró con el gesto fiero y contundente, confirmó un pacto: juró a los vientos cereales que aquel condado deseado por el enemigo sería siempre, mientras sus pulmones pudiesen, el más inexpugnable de los territorios. Elaboró un recorrido pedregoso para transitarlo y logró crecer como el gigante que es, en sabiduría futbolística y en carácter de líder. Surgieron los mercaderes en media Europa y sus cantos áureos, plagados de monedas y oropeles, rozaron su vanidad. Él los rechazó, como una doncella altiva y segura del amor de su doncel, pero esta Cruzada que se llama Temporada 2008-2009 está siendo el martirio más doloroso que nunca imaginó. Y después de cada derrota, que eso es no vencer, sus lágrimas secas se deslizan por sus mejillas huesudas y polvorientas y se convierten en agua azul y blanca y el león, el que dormita en su pecho, le recuerda una y otra vez que está llamado a ser guía de un club que ya ha visto perder a demasiados caballeros en la batalla del mercado.
Le vemos sufrir en el campo y fuera de él y esa circunstancia debería ser argumento nunca ignorado para pensar que si hay un mañana zaragocista, debe estar acomodado a su futuro. A él le quiero hablar, para decirle que, tiene razón, que esto del fútbol es una montaña rusa, que hoy pisamos el fango y mañana besamos el sol. Por eso, y porque queremos que sea feliz, le pido que arranque los demonios del césped negro por el que ahora caminamos, que se crea que confiamos en él y en los zaragocistas que batallan cada fin de semana y que sepa que su sudor es como el agua de los ríos Alfeo y Peneo, que limpió de fiemo los establos del rey Augías, el mismo estiércol que ahora tapona la ilusión y la alegría del zaragocismo. Y que confíe en la afición, pues juntos hemos de recorrer el camino de regreso a casa. A Primera.
Aquella mañana de domingo cruzó, señorial, el umbral del Campo de La Camisera. Hacía frío, el cielo era gris y su abrigo loden de paño marrón cubría su cuerpo, ya he dicho que moreno. Su pelo era negro y seco y brillaba casi tanto como los ojos de los niños que nos acurrucamos bajo su estampa. Firmó autógrafos, habló con todos y siguió con una mirada fija y recta las jugadas de los futbolistas del Oliver. No perdió detalle. Aquel día volví a casa y le dije a mi padre que había estado con Arrúa y le enseñé la mano que me estrechó y le mostré la firma con su nombre. Y quise ser el diez, como años antes soñé con el diez de Villa, el Magnífico. El diez, siempre el diez.
Hoy, casi cuarenta años después, Arrúa sigue siendo una imagen presente pero la Historia parece que nos quiere dejar de lado. Hoy son otros los protagonistas, otros los guerreros que palpitan sobre el escudo del león y a ellos les quiero hablar.
Le quiero hablar a Zapater, nuestro Alberto. Él es futbolista porque el cielo que cobija su corazón se lo ordenó. Es un muchacho crudo, extraído de los muchos surcos que se adormecen en las llanuras de las Cinco Villas, cuyas piernas poderosas y curvas como un meandro lánguido pronto despertaron el interés de otro aragonés que buscaba un heredero a su propia historia. Víctor Muñoz fue quien señaló al juvenil y le encomendó la misión de ser estandarte fornido, luchador inagotado, campeón en justas despiadadas.
Quiero hablarle porque sé que su fervoroso zaragocismo le lleva a mal dormir y a sentir el galope del fracaso como si fuera sólo suyo. Alberto, que cuando recibió el rayo olímpico del mister le miró con el gesto fiero y contundente, confirmó un pacto: juró a los vientos cereales que aquel condado deseado por el enemigo sería siempre, mientras sus pulmones pudiesen, el más inexpugnable de los territorios. Elaboró un recorrido pedregoso para transitarlo y logró crecer como el gigante que es, en sabiduría futbolística y en carácter de líder. Surgieron los mercaderes en media Europa y sus cantos áureos, plagados de monedas y oropeles, rozaron su vanidad. Él los rechazó, como una doncella altiva y segura del amor de su doncel, pero esta Cruzada que se llama Temporada 2008-2009 está siendo el martirio más doloroso que nunca imaginó. Y después de cada derrota, que eso es no vencer, sus lágrimas secas se deslizan por sus mejillas huesudas y polvorientas y se convierten en agua azul y blanca y el león, el que dormita en su pecho, le recuerda una y otra vez que está llamado a ser guía de un club que ya ha visto perder a demasiados caballeros en la batalla del mercado.
Le vemos sufrir en el campo y fuera de él y esa circunstancia debería ser argumento nunca ignorado para pensar que si hay un mañana zaragocista, debe estar acomodado a su futuro. A él le quiero hablar, para decirle que, tiene razón, que esto del fútbol es una montaña rusa, que hoy pisamos el fango y mañana besamos el sol. Por eso, y porque queremos que sea feliz, le pido que arranque los demonios del césped negro por el que ahora caminamos, que se crea que confiamos en él y en los zaragocistas que batallan cada fin de semana y que sepa que su sudor es como el agua de los ríos Alfeo y Peneo, que limpió de fiemo los establos del rey Augías, el mismo estiércol que ahora tapona la ilusión y la alegría del zaragocismo. Y que confíe en la afición, pues juntos hemos de recorrer el camino de regreso a casa. A Primera.
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