Pasan las horas y cada vez sabemos menos. Si consideramos que no sabíamos nada, resolvemos que sabemos menos que nada. He leído varios artículos e informaciones, he escuchado las respectivas ruedas de prensa y repasado decenas de posts en varios foroas zaragocistas y sólo puedo decir que sigo sin comprender casi nada. Se ha instalado el zaragocismo en una nube de sospechas densas como la niebla que se acomoda estos días en el Valle del Ebro y eso es lo peor que nos podía pasar. Conjeturas más o menos razonables, reflexiones en uno u otro sentido, o en todos a la vez, acusaciones medievales cargadas de fuego redentor. De todo eso tenemos mucho, pero la estupefacción sigue siendo la mejor de las compañeras en estos momentos en que todos somos nadie y nadie es todos juntos.
D'alessandro va ganando puntos en esta abstrusa carrera hacia el absurdo como principal causante de la tragedia, pero ni Agapito ni Bandrés ni Garitano ni Pardeza ni Herrera salen limpios y todos y cada uno de ellos se llevan a casa alguna mancha más o menos putrefacta y pestilente. Incluso la sombra de Victor Fernández acompaña nuestra tristeza, en unos casos como mártir sacrificado y en otros como demonio culpable de todos nuestros males.
Al Real Zaragoza le está ocurriendo lo peor: ahora mismo es un club al que nadie vendría ni por todo el otro del mundo, tal es el caos que nos (des)gobierna y no hay un cristiano que sea capaz de juntar dos frases coherentes para explicar este galimatías. Malos tiempos para ser vividos con un mínimo de esperanza, sobre todo si los líderes del proyecto muestran una imagen tan patética como la que nos han ofrecido. No, señores, no necesitamos campeones de la incredulidad, sino apóstoles de la fe, y eso, queridos, me refiero a la fe, no abunda precisamente por estos lares.
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