Son dos partidos de llanto amargo. Dos partidos en los que hemos visto cómo se nos partía el abrazo próximo, ese que nos damos cuando vemos cerca el brillo de la victoria, y lo veíamos morirse porque los nuestros no acertaban con el acero, no encontraban el pecho contrario, no vislumbraban la coraza enemiga.
Se perdió con el Atlético; se dejó de ganar con el Racing. Son cinco puntos dolorosos los que hemos perdido, cinco heridas ásperas que espero que no duelan más de lo necesario. O mejor, que duelan lo justo para que el cuerpo adormecido de nuestro equipo despierte y atienda al rugido de una afición que no debe perdonar más descuidos. No es necesario decir que es hora de acometer con fiereza los encuentros que vienen, de mostrar que el fútbol es un juego de fuertes y bravos guerreros y que los sueños a destiempo se cobran facturas muy caras.
Si ayer hubiéramos ganado, el horizonte se aparecería diáfano y amigo. Así, es negra la línea que separa el cielo del infierno y es más fácil que se agriete nuestra esperanza. A Barcelona hay que ir con la rabia por bandera y al Almería hay que recibirlo con las garras afiladas. ¿Se puede decir de otra manera?
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